ECOS DEL PASO DE LA CRUZ DE LA JMJ POR LA DIÓCESIS-PALABRAS DEL OBISPO EN LANTEIRA
CELEBRACIÓN MARTIRIAL EN LANTEIRA, CUNA DEL BEATO MANUEL MEDINA OLMOS, OBISPO DE GUADIX
Lanteira, 25 de Mayo de 2011
Queridos hermanos:
La llegada de la cruz junto con el icono de María, que anuncian la próxima Jornada Mundial de la Juventud, así como la celebración en este templo parroquial de Lanteira, tienen un significado muy profundo, están cargados de sentido. Nos unimos en oración en torno al testimonio de los mártires, en especial del hijo de este pueblo, D. Manuel Medina Olmos, obispo de Guadix.
Esta cruz de los jóvenes que ha recorrido el mundo entero, se para hoy en la cuna de un hombre, un sacerdote que dio su vida por lo que esta cruz significa. D. Manuel Medina se abrazó a la cruz, como Cristo, por amor al pueblo que se le había encomendado. No tuvo en mucho su vida, pues sabía que la vida es un don y que la tenemos para entregarla por amor.
La cruz recibió la sangre del Redentor, como recibió y recibe la sangre de todos aquellos que asociados a Cristo mueren por su fe. La cruz es el triunfo que exalta a los humildes, que eleva a aquellos que se han abajado de la soberbia y la autocomplacencia para someterse a la voluntad de Dios, o lo que es lo mismo, para ponerse en sus manos con confianza infinita. La promesa de la vida con mayúsculas mueve a los creyentes a hacer de su vida una ofrenda: “Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el pierda su vida por mi causa la salvará” (Lc 9,24).
Pero, ¿quién es un mártir cristiano?. Es, como su nombre indica, un testigo. Testigo de Cristo al que no sólo sigue sino que encarna con su vida y anuncia con su palabra. Cristo es el mártir por excelencia y su muerte el sacrificio supremos de amor; es Cristo mismo el que nos invita a tomar la cruz cada día en su seguimiento. Como nos recuerda el Concilio, el mártir sigue al Señor hasta las últimas consecuencias, aceptando morir por la salvación del mundo, en una prueba suprema de fe y amor (cfr LG 42). El mártir cristiano no busca la muerte como un bien en sí misma, ni se autoinmola para conseguir algo; por el contrario, el mártir se entrega a la muerte para ser testimonio de vida y de fidelidad.
El mártir entrega la vida por Cristo y, como el Maestro, lo hace perdonando a los que procuran su muerte. El perdón es un constitutivo esencial del martirio; sin perdón no hay martirio. Es el reconocimiento de que la trama exterior de la historia y de los hechos que la conforman, no muestran el verdadero sentido. Buscar el sentido más profundo de la historia es, y será, siempre un reto para los cristianos. Ver a Dios en nuestra historia, experimentar su bondad es un camino que hemos de recorrer para llegar al sentido autentico y profundo de nuestras vidas y de la vida del mundo.
Cuando contemplamos la fortaleza de los mártires, es lógico preguntarse y admitir, que yo no la tengo; y así es. Nadie tiene talla de mártir. El martirio es un don y no una conquista humana a la que se llega por la fuerza de la voluntad. En el momento oportuno recibimos la fuerza para ser testigos de Cristo hasta el derramamiento de nuestra sangre. Benedicto XVI, se preguntaba en una catequesis, “¿de dónde nace la fuerza para afrontar el martirio? De la profunda e íntima unión con Cristo, porque el martirio y la vocación al martirio no son el resultado de un esfuerzo humano, sino la respuesta a una iniciativa y a una llamada de Dios; son un don de su gracia, que nos hace capaces de dar la propia vida por amor a Cristo y a la Iglesia, y así al mundo. Si leemos la vida de los mártires quedamos sorprendidos por la serenidad y la valentía a la hora de afrontar el sufrimiento y la muerte: el poder de Dios se manifiesta plenamente en la debilidad, en la pobreza de quien se encomienda a él y sólo en él pone su esperanza (cf. 2 Co 12, 9). Pero es importante subrayar que la gracia de Dios no suprime o sofoca la libertad de quien afronta el martirio, sino, al contrario, la enriquece y la exalta: el mártir es una persona sumamente libre, libre respecto del poder, del mundo: una persona libre, que en un único acto definitivo entrega toda su vida a Dios, y en un acto supremo de fe, de esperanza y de caridad se abandona en las manos de su Creador y Redentor; sacrifica su vida para ser asociado de modo total al sacrificio de Cristo en la cruz. En una palabra, el martirio es un gran acto de amor en respuesta al inmenso amor de Dios” (Audiencia General en Castelgandolfo, 11 de Agosto de 2010).
En el texto del evangelio del San Lucas al que hacía referencia antes, continúa diciendo el Señor: “¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde o se arruina a sí mismo?” (Lc 9,25). Hoy, sobre todo los jóvenes, hablan de vivir a tope, vivir el momento, disfrutar, hacer la realidad un material de usar y tirar, donde no hay cabida para la renuncia, para la fidelidad; no, solo hay presente, que se convierte en presentismo. Por eso, hoy resuenan con mucha fuerza las palabras del Señor: “¿De qué le sirve a uno ganar la vida?”. La paradoja evangélica adquiere total actualidad; quien la guarda para su egoísmo la pierde, quien la entrega, la gana. No merece la pena vivir una vida sin horizontes, no eleva a nadie una vida mediocre, marcada por el “todos lo hace”. Cristo, que es modelo de humanidad, lo es también en el estilo de vida. Los que siguen a Cristo sí que viven a tope, y para siempre.
Queridos hermanos, posiblemente no estemos llamados a derramar nuestra sangre por Cristo y por la humanidad. Pero tampoco hemos de descartarlo; el beato Medina Olmos lo intuyó y así lo predicaba. Si llegará el momento no estaremos solos, y se nos dará la fuerza para ser testigos creíbles de Cristo. Mientras tanto nuestro martirio será el testimonio, con la palabra y con la vida, de Cristo aquí y ahora; el testimonio cotidiano que diga a todos que Jesucristo es el Señor.
“Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24). La sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos. Nuestra iglesia vive de la fecundidad de la sangre derramada por Cristo. Desde San Torcuato hasta el Beato Manuel Medina Olmos, nuestra historia está traspasada por el testimonio de muchos hermanos que hicieron de su vida una ofrenda agradable a Dios.
Hoy, desde Lanteira, extendemos nuestra mirada y nuestra oración a tantos cristianos, hermanos nuestros, que sufren persecución en el mundo por su fe. Nos unimos a sus sufrimientos y esperanzas. Queremos gritar al mundo: ¡basta!; ha de respetarse la libertad de credo de todo hombre, libertad que no es solo la de profesar la fe sino también la de vivir según esa fe profesada.
Me gusta recordar unas de la paginas más bella del martirio de nuestro obispo mártir, D. Manuel. En la cárcel, en el camino del martirio y en el momento supremo, su amigo y compañero, el obispo de Almería, D. Diego Ventaja Milán y él mismo, rezaban la Salve, y al llegar a las palabras: “vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos”, se detenían y lo repetían una y otra vez, dejando que la oración empapará todo su existencia. Que los ojos de misericordia de María, la Virgen nos miren para ser cada día, allí donde estemos, testigos de Cristo.
+ Ginés García Beltrán
Obispo de Guadix