Domingo XXV del Tiempo Ordinario. Ciclo A. 20 de septiembre de 2020
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¡Qué bien viene escuchar en estas fechas de inicio de curso escolar y pastoral esa invitación de Jesús: “¡Id también vosotros a mi viña!” Puede ser un buen lema para llevar a nuestras vidas y empezar a “arrancar motores” en la tarea de trasmitir la fe porque ya sabéis que es tarea de todo cristiano, tenga la edad que tenga y además, es una tarea cada día más apremiante y necesaria.
Seguramente la parábola que hemos escuchado hoy vendría porque Jesús estaba viendo a hombres en las plazas esperando a ser contratados para la vendimia y poder así ganarse el sustento del día. ¿Qué hacéis ahí parados? Les pregunta Jesús y va saliendo a distintas horas del día y va contratando a los que se encuentra en su campo. Al final, paga a todos igual porque no es un capataz cruel sino un padre generoso con todos...
A raíz de esta palabra de Dios quiero compartir tres experiencias que me parece importantes para un cristiano: Sentirse llamados. Dios es más grande que nuestros esquemas y nos llama a cuidar lo más sagrado.
La primera experiencia: Sentirse llamado. Aquellos hombres que estaban en la plaza, esperaban esa llamada de algún patrón que los contratara a trabajar. ¿Cómo estáis aquí el día entero sin trabajar? Nadie nos ha contratado (contentan)…
Un fallo que podemos tener los cristianos, es creer que estamos en movimiento (trabajando en la viña del Señor) porque venimos a misa, porque rezamos un rosario o participamos en algún bautismo o boda pero, sin embargo, en realidad estamos demasiado acomodados en las plazas de nuestro propio bienestar, grupo o una espiritualidad determinada, porque la fe hay que trasmitirla. No puede quedarse encerrada en estas cuatro paredes y en nosotros mismos. Estaríamos ahogando la fe. Y eso sólo lo podemos hacer si nos sentimos miembros de su Iglesia. Si sentimos esa llamada apremiante a trabajar en su viña.
¿Cómo estoy yo incorporado a la tarea de la Iglesia? ¿Cómo trasmito yo el evangelio? ¿Soy capaz de dar razón de mi fe ante mi familia, mis amigos, mis compañeros? ¡Esa es la viña a la que el señor te invita trabajar!
Por eso, ¡qué importante es sentirse llamado por Dios a dar a conocer la belleza de la fe! Y da igual la hora del día que sea, da igual en qué momento de nuestra vida nos encontremos. Da igual si somos jóvenes o mayores, si es al amanecer, a media mañana o al caer la tarde. En esta viña hay sitio para todos. Lo importante es descubrir cuál es nuestro papel a realizar y cómo llevarlo a cabo. Dios sale a todas las horas del día a contratar jornaleros, y no miremos para otro lado porque se refiere a cada uno de nosotros. “La mies es mucha y los trabajadores pocos”. No podemos conformarnos con los que ya están, hay que seguir invitando. El problema es si yo también me siento llamado e invitado a trabajar con Él.
La segunda experiencia: Los planes de Dios no son nuestros planes.
¿Cómo pudo, este dueño de la viña, pagar por igual a los que sólo trabajaron una hora y a los que soportaron todo el peso del día y del bochorno?
Las más elementales normas de justicia social parecen exigir un pago proporcionado a las horas del rendimiento en el trabajo. Y, sin embargo, el dueño de la viña, ante la protesta de los trabajadores de la “primera hora”, dijo: “Amigo, no te hago ninguna injusticia” en eso quedamos.
Y es que el reino de los cielos no podemos exigirlo en términos de “justicia humana”, sino en términos de “amor”, de “gratuidad”. ¿Qué méritos tengo yo para que se me regale todo un paraíso de felicidad? San Pablo decía: “¿Qué tienes tú que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorías, etc...?”
Bien haremos, pues, los cristianos en comprender que Dios es el Gran Capataz que, ante nuestro más mínimo esfuerzo –“un solo talento bastaría”- nos ofrece contratos en blanco en los que nosotros mismos podemos poner una cifra millonaria. Ese es “su denario”. Su paga, es la vida eterna. Ese gran tesoro de la fe que no es visible a los ojos.
Nosotros pensamos que el trabajo que merece le pena es aquel que se ve y se gratifica. Lo invisible a los ojos del mundo no tiene sentido llevarlo a cabo. Pero parafraseando el libro del “Principito”, lo grande, lo esencial, lo valioso, es invisible a los ojos. Se ve en el corazón.
Para Dios no cuentan tanto las horas trabajadas sino el corazón. Su paga nos espera.
Y tercera experiencia: Dios nos llama a cuidar y a trabajar en lo más sagrado que tiene: su viña.
En tiempos de sequía es cuando, el agua, más se valora. Hay una viña que todos hemos de cuidar con pasión y con interés: la fe. La oración, la escucha de la Palabra de Dios, la caridad… esos son los utensilios con los que poder cultivar la viña que Dios pone en nuestras frágiles manos para que se haga rica y fuerte.
Puede que nunca lo hayamos pensado pero Cristo, confía en nosotros, nos necesita y nos regala lo que es suyo. Y si en algunos lugares hay carencia de cariño y de justicia, escasez de libertad o de alimentos…no es porque Dios no quiere o no puede llegar: es porque, nuestras manos, se han conformado con estar pendientes exclusivamente de nuestras necesidades (porque sus manos son las nuestras); es porque nuestros pies se han cansado de acompañar al triste, al agobiado, al deprimido o al que ya no cree (y no olvidemos que los pies de Cristo avanzan con los nuestros); es porque, nuestros corazones, se han quedado tan encerrados en nuestro pecho que son incapaces de ser sensibles a otros mundos, a otras personas (y no olvidemos que el corazón de Cristo actúa por el nuestro).
Cuántas veces nos lo ha dicho el Papa Francisco: “Hay que salir a las periferias”. O dicho de otra manera: La viña del Señor no sólo está bajo las bóvedas del cómodo templo sino en la encrucijada de las calles y plazas de todo nuestro mundo. No es demagogia. Es pura realidad: nos queda mucha viña por descubrir, muchas cepas que cuidar, sarmientos que podar y hacienda que atender. Porque el Señor nos la da para que la cuidemos.
Pongámonos bajo la acción del Espíritu. El Espíritu es el que nos tiene que ayudar a sentirnos llamados a trabajar en la viña del Señor, en su Iglesia, pues todos tenemos talentos que poner a su disposición. Él la pone en nuestras manos para hacerla crecer y nos pagará el ciento por uno simplemente porque nos quiere.
Antonio Travé
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