Domingo XIX del Tiempo Ordinario. Ciclo A. 9 de agosto de 2020
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Siempre que leemos la Palabra de Dios, sabemos que los hechos del Evangelio no han sido escritos sólo para ser contados, sino también para ser revividos invitándonos, pues, a entrar dentro de la página del Evangelio, a convertirse de espectador en actor.
La Iglesia, desde sus comienzos, nos da el ejemplo de ello.
La manera en que se cuenta el episodio de la tempestad calmada del evangelio de este domingo muestra que la comunidad cristiana lo aplicó a su propia situación. En aquella tarde, cuando había despedido a la multitud, Jesús había subido solo al monte para rezar; ahora, en el momento en el que Mateo escribe su Evangelio, Jesús se ha despedido de sus discípulos y ha ascendido al cielo, donde vive rezando e “intercediendo” por los suyos. En aquella tarde echó mar adentro la barca; ahora ha echado a la Iglesia en el gran mar del mundo. Entonces se había levantado un fuerte viento contrario; ahora la Iglesia vive sus primeras experiencias de persecución.
En esta nueva situación, ¿qué les decía y qué nos dice a los cristianos el recuerdo de aquella noche? ¿Qué nos dice este episodio? Que Jesús no estaba lejos ni ausente, que siempre se podía contar con él. Que también ahora sigue dando órdenes a sus discípulos para que se le acercaran “caminando sobre las aguas”, es decir, avanzando entre las corrientes de este mundo, apoyándose en la fe.
Esa es la misma invitación que hoy nos presenta: aplicar lo sucedido a nuestra vida personal…
Cuántas veces nuestra vida se parece a esa barca “zarandeada por las olas a causa del viento contrario”. La barca zarandeada puede ser el propio matrimonio, los negocios, la edad, la salud... El viento contrario puede ser la hostilidad y la incomprensión de las personas, los reveses continuos de la vida, la enfermedad, la dificultad para encontrar casa o trabajo. Y al ver la prueba, podemos perder la valentía.
Este es el momento de acoger y experimentar como si se nos hubieran dirigido personalmente a nosotros, las palabras que Jesús dirigió en esta circunstancia a los apóstoles: “¡Ánimo!, que soy yo; no temáis”. Porque si algo es claro es que Dios viene a amainar (que no digo a quitar) todo lo que nos causa sufrimientos y nos quita la paz. Que Dios no es un fantasma -como creían los discípulos-, que está con nosotros y quiere darnos vida abundante sanando los miedos que nos causa la falta de fe, la posibilidad de perder o que se manche nuestra propia imagen y los respetos humanos. Por eso, si Cristo es nuestra seguridad y está con nosotros, ¿por qué tener miedo? ¿O es que no terminamos de quitar nuestras dudas?
Y es verdad que sentir miedo ante situaciones amenazantes es muy humano, pero lo que Jesús pide es que no nos dejemos paralizar por ese miedo, sino que lo venzamos poniendo la confianza en Dios… El discípulo –dice el Papa Francisco- es intrépido y nada lo detiene, ya que tiene a Dios como su Señor.
Esa es la fe: “caminar sobre el agua”, pero con la posibilidad de encontrar siempre esa mano que nos salva del hundimiento total. Poner nuestra confianza absoluta en Dios sabiendo que hace camino con nosotros.
Cosa que es posible si buscamos el encuentro silencioso de Dios por medio de la Oración. Porque por medio de ella nos vamos percatando de la presencia silenciosa de Dios en la propia vida…
Es en el silencio de la oración, donde el alma puede escuchar a Dios como decía el santo.
Como Pedro, también nuestra oración deben ser sus mismas palabras: ¡Señor, sálvame! Dejemos un margen de confianza al Señor. Lancémonos a las aguas de nuestro mundo sin miedo a ser engullidos por ellas. Si el Señor va por delante, tenemos las de ganar. Él es el dueño de la barca. El sentido de nuestra historia. El fin de nuestra oración y de nuestra entrega. En el silencio aparente, en la ausencia dolorosa es donde hemos de aprender a buscar y a ver el rostro del Señor que, un día más y en pleno verano, nos grita: ¡Animo soy yo, no tengáis miedo!
Antonio Travé
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